El trueque y el intercambio de bienes son práctica tan antigua como el origen del comercio. Las relaciones solían ser relativamente espontáneas, se buscaba la satisfacción mutua y la regulación se establecía de forma natural en lo que son las relaciones entre clientes y proveedores. Pero allí llegaron los que ejercían el poder, y empezaron a ver la forma de sacar partido de esos intercambios. Así empezó el largo camino de la regulación.
Y según las autoridades regulaban, los proveedores también, y así llegamos a la actualidad. Donde el comercio tradicional, en adición a las normas establecidas por los reguladores, establece sus propias normas, contemplando sus necesidades internas en vez de contemplar y considerar los deseos y necesidades de los clientes. De ahí que cuando hablan de fidelización, el impacto en el mercado es ridículo. ¿Cómo van a fidelizar a alguien si le someten a todo tipo de restricciones, en cuanto a horarios, precios, condiciones, etc.?
Ante la ausencia de resultados en sus estrategias de fidelización, aparecen las mentes brillantes de ciertos directivos. Y empiezan a crear rehenes a base de contratos leoninos, con tiempos de permanencia. Tiempo que las empresas aprovechan para someter a todo tipo de maltratos y desprecios a sus clientes, en vez de aprovechar para aproximarse a ellos, mimarles y convencerles de que son la elección perfecta y por ello deben seguir y repetir.
Ante el desencanto de los clientes mezclado con una caída en la renta de las personas (por amortización de puestos de trabajo y por la reducción de salarios y tarifas), las personas estaban en el momento oportuno para completar su renta o generarla de forma diferente, aprovechando las oportunidades que pudieran encontrarse. Acrecentadas éstas o estimuladas por la búsqueda del chollo típico de la sociedad del bajo coste.
En este contexto aparece de forma natural la economía colaborativa, donde unas personas ponen a disposición de otras lo que les sobra o tienen infrautilizado, ya sea tiempo, coche, un apartamento o una casa, dinero, conocimiento, etc… Y todo ello apoyándose en las mismas tecnologías que les han dejado sin trabajo o han reducido de forma dramática su renta.
Aparecen así empresas que en países como España proliferan y pretenden dar una imagen “tradicional”, o defenderse de los ataques del negocio tradicional asociándose en Sharing España: Airbnb, AlterKeys, Avancar, Blablacar, Bluemove, Cabify, ChicFy, Comunitae, Eatwith, Etece, Eurasmus, Gigoing, MangoPay, MyFixpert, Only Apartments, PopPlaces, Rentalia, Respiro, Sharing Academy, Sherpandipity, Social Car, Suop, TicketBis, Traity, Trip4Real y WeSmartPark. Entre ellas no se encuentra, al menos por el momento, Uber.
El problema es que ahora las autoridades se encuentran en la encrucijada, entre un modelo de negocio tradicional, todo regulado, que paga sus impuestos, pero que los clientes cada vez repudian más; y otro negocio, no regulado y más flexible, del que consiguen muchos menos ingresos e incluso ninguno -pues algunas se encuentran en la economía sumergida-, que cuenta con la total aceptación de los clientes y del mercado.
Ya se han producido batallas entre el modelo de negocio tradicional y el modelo de economía colaborativa, como ha sido la batalla del taxi contra Uber en España, con un primer asalto a favor del taxi tradicional. La pregunta es si alguien cree que se pueden poner puertas al campo. La guerra la ganará la economía colaborativa, y definitivamente será el mercado el que decida, no una norma determinada establecida por la autoridad competente o por la empresa tradicional. Lo que deben plantearse las autoridades es cómo conseguir recaudar los impuestos que les permitan seguir manteniendo su status.